viernes, 24 de abril de 2015

Destino: La Vida

No deja de asombrarme cómo aún después de casi nueve meses de haber vuelto a Buenos Aires mi mente viaja a China a diario.

Creo que hay días en los que el universo me señala con el dedo y me hace rendir un examen, para ver qué he aprendido con el tiempo ¿Por qué lo sé? Porque cada paso, cada diálogo, cada silbatazo de policía criticando cómo cruzo la calle se siente así, como la evaluación de desempeño que nos hace la vida. Ayer fue uno de esos días.
Camino a Chomolungma, el Everest (Tibet)
Me había ido a dormir aplastando debajo de la almohada tres o cuatro preguntas existenciales que no me dejaban dormir, pero la almohada nunca es suficiente. Por la mañana desperté con el mareo de una resaca y un irreconocible deseo por trabajar, ocupar mi mente en algo que no fuera lo mucho que me estaba costando escribir, una irreconocible ansiedad por no estar sola ni un segundo y especialmente en por qué seguía con él. Definitivamente no era el mejor día para que el transporte en todo el país se adhiriera a un paro nacional y me dejara anclada a un radio de treinta cuadras a la redonda. Era claro que ni yo ni mi mente se iban a ir a ningún lado, estaríamos juntas todo el día.

Decidí ir en busca de mejor compañía en un café a la vuelta de la esquina, donde aliviada me di cuenta de que no era la única que había optado por compartir un café y una medialuna con el pueblo esa mañana. Durante las siguientes cuatro horas entrarían algunos de la mano de ese pequeño que no había podido ir al colegio y llevaba un librito debajo del brazo y pinturitas, una mujer o dos junto a una compañera de aeróbics comentando esa remera deportiva o ese reloj y sus funciones, él buscando al amigo que había encontrado la mejor mesa, y ella mirando a los ojos a aquel muchacho del peinado al costado que delataba que la almohada no estaba lejos. Yo escribiría unas líneas que empezaba y borraba casi al unísono, mirando de a ratos la silla vacía del otro lado de la mesa.
El bosque de bambú de Anji (Zhejiang)
Quizás tendría que haber esperado dos segundos antes de huir de mis demonios y de esa señora que me pidió esa mismísima silla, porque varias horas después, algo lejos de allí me enteré que me faltaban dos de mis miembros vitales: el cargador de mi computadora y un monedero con el dinero que me quedaba para el resto del mes.
Gongyu, con Zora (Zhejiang)
Ese sería el primer desafío del día, superar una ola incontrolable de autocrítica al mejor estilo “qué me importa”: fin de mes estaba a la vuelta de la esquina y estaba claro que ese no era el mejor día para escribir en mi computadora, no iba a necesitar el cargador. Respiré hondo y salí en busca de mi segundo desafío.

Obviamente iba a tener que pedir dinero prestado, pero al menos el cargador seguía allí cuando volví a buscarlo. Tendría un problema menos, porque mi hogar me recibiría con todo menos los brazos abiertos. Juro que mi buda interior se paró especialmente de su pacífica posición para hacer un berrinche por mí al sentir el olor que sólo podía significar una cosa: la cañería de la ducha no había resistido más. Efectivamente había una alfombra roja de pelos y agua sucia desplegada en el suelo unos pasos después. No lagrimeé ni dos gotas, pero era evidente que no siendo mi mejor día, podía delegar decisiones. Así que ignorando la inminente tortura de tener que limpiar decidí consultar sobre qué hacer para superar la bronca a mi gurú social: whatsapp.
Mi primeros pasos en Shanghai, ciudad de la que me enamoré
Lo que no sabía es que secretamente estaría llamando al tercer desafío, que tendría los efectos de dos caipirinhas y una pinta de cerveza en una noche.

Según whatsapp, la solución a todos mis problemas era salir a andar en bicicleta, de cara al viento y cantando bajito. Así como hay gente que odia las aceitunas o hacer la tarea, yo odio andar en bicicleta… pero cuando uno anula su buen juicio lo hace por completo. Entonces, mientras una mano sacaba cabellos de la rejilla, la otra le sacaba el polvo al asiento de una bici que no usaba hacía dos años (si es que alguna vez la había usado).
En la Muralla China, Beijing
Salí del edificio montada en mi corcel de metal y con soundtrack a lo Michael Jackson de fondo para encontrarme con el destino en la esquina y con opción a atropellar a un peatón. El pobre hombre que estaba parado en la senda peatonal presenció cómo el asiento de la bicicleta se salía y yo perdía el control absoluto hasta frenar a dos zapatillas de las suyas.

No recuerdo qué me dijo o si me dijo algo, ni como llegué a casa, porque mi enojo era tal que lo único que recuerdo hacer es poner un pie delante del otro en alguna dirección. Metí esa cosa con ruedas como pude en el ascensor y después de sacarla como pude decidí que era mejor arreglar el asiento fuera del departamento para no ensuciar. Dejé mis cosas dentro para estar más cómoda y luego salí otra vez para poder arreglar el bendito asiento. O lo arreglaba o la bicicleta no entraba a mi casa. Yo tampoco iba a entrar a casa, porque mientras yo forcejeaba para ajustar algo inajustable sentí como la puerta de mi hogar se cerraba dejándome con la traidora y su asiento en la oscuridad del edificio. Claramente mis llaves y mi teléfono móvil estaban dentro y yo no.
En Moganshan, con el mejor equipo de trekking que se puede tener
Se me aflojaron las rodillas y el orgullo y me vi llorando en el suelo. No podía mover un músculo, tampoco soltar el asiento.

¿Iba a encontrar un cerrajero un día de paro? ¿Me cobraría caro? ¿Con qué plata iba a pagarle? ¿Por qué no me gustaba vivir sola? ¿Por qué no me gustaba dormir sola? ¿A quién le podría pedir dinero? ¿Cuándo iba a ser la próxima vez que pudiera viajar a algún lado? ¿Por qué no me alcanzaba para llegar a fin de mes si trabajo hasta los domingos? ¿Por qué seguía cansándome mientras corría? ¿Por qué él ya no me gustaba más?

Y en el mismo momento en que mi mente desbordó en dudas y me abracé las rodillas fue que la oí llorar a ella, a esa otra versión de mí misma hace un tiempo atrás. Ella no estaba en el suelo, sino en un taxi estacionado en una esquina en la ciudad de Yangzhou.

Recuerdo que había llegado a China hacía pocos días y era la primera vez que me había aventurado al centro de la ciudad. Mi vecina de Escocia me había llevado por la antigua zona de la ciudad. Habíamos recorrido muchos callejones y era hora de ir a ver una película al cine, pero yo quería seguir caminando un poco más en ese mar de ojos rasgados, olores exóticos y experiencias que me alejaban un poco de lo mismo que hoy veía del otro lado de la mesa en aquel café.
Con Sarah, cómo la extraño
La dejé irse y seguí caminando hasta que encontré finalmente una sonrisa por ahí… y en ese mismo momento me di cuenta que no sabía dónde estaba parada. Miré a mi alrededor como en busca de algo peculiar, un señuelo que me indicara el camino de vuelta al colegio donde trabajaba, pero todos sabemos que veo poco y nada sin lentes. Y entonces, después de intentar hablar con chinos que se alejaban al ver mi cara de desesperación, me zambullí en un taxi.

El taxista habló, yo hablé. Aceleró y yo seguí hablando en español, en inglés y en lo mínimo que sabía de chino. El rió nervioso y luego frenó su auto, asustado. Intentó calmar sus nervios, juntó coraje y me preguntó muchas cosas en chino mientras yo sacudía con la cabeza. Y ni siquiera cerrando mis ojos con fuerza pude contener las lágrimas que estaban allí hacía meses.

¿Iba a volver a casa esa noche? ¿Por qué no había aprendido chino? ¿Quién me mandaba a mudarme del otro lado del mundo? ¿Eso que sentía era el corazón roto en mil pedazos? ¿Por qué no había funcionado? ¿Cómo es que siendo tan independiente me había perdido en una relación? ¿Iba a resistir en un país donde hasta el taxista me había abandonado? ¿Por qué no concebía vivir sola? ¿Por qué me sentía tan sola?
Nunca había recolectado frutillas
Durante mi trance lacrimógeno, el taxista huyó del auto en busca de alguien que lo ayudara con la loca extranjera que no quería salir. Entre sollozo y sollozo lo escuchaba gritar cosas ininteligibles con otro taxista que me miraba pacientemente desde la calle. Me perdí en el marrón de sus ojos o en el negro de la noche y de repente entendí algo básico, vital y difícil de digerir: yo estaba sola porque así lo había elegido.

Entendí que tenía que estar lejos para volver a enamorarme de esa versión de mi misma, y de esta de hoy y de las que vendrán. Tenía un largo camino por recorrer, así que respiré profundo y cuando abrí los ojos otra vez me vi sonriendo.

Esa noche, ese hombre de ojos pacientes me llevaría a casa porque sabía dónde nos hospedábamos la 
mayoría de los extranjeros. Caminé unas largas cuadras hasta llegar a mi puerta y unas horas más tarde, luego de saludar a mis padres por Skype y regar la única planta que tenía, me fui a dormir el sueño más profundo que recuerdo en años.


Cuando volví al presente del pasillo del séptimo piso y encontré que aún tenía el asiento en mi mano es que respondí todas mis preguntas en un abrir y cerrar de ojos: todo iba a estar bien, porque me tenía a mí misma ahí conmigo como me había tenido siempre. Porque aún teniendo el peor día de mi vida en mucho tiempo, todavía seguía adorando cada minuto de una existencia increíble.

El monedero resultó estar dentro de casa y le pude pagar al cerrajero que me abrió la puerta de mi casa en menos de cinco segundos. Él dejaría de ser parte de mi vida un par de horas después y yo aceptaría que no me disgustaba vivir sola, sino no haber conocido a mi compañero de aventuras. Pero ya lo conocería.

Esa noche antes de internarme en un delicioso silencio entre las almohadas es que entendí que había llegado al fin de una hermosa aventura que había empezado el mismo día en que decidí irme a China. Me había ido en busca de un hogar y había vuelto con este a cuestas.
Yo y yo

Todo va a estar bien.


Gracias.